Continuo de Othón Téllez
Por: Gabriel Bernal Granados
Por: Gabriel Bernal Granados
En general, la pintura puede leerse como una matriz de pensamiento. Es un hacer, desde luego, pero también y sobre todo es una reflexión: una indagación sobre un tema o una realidad determinada. Así como puede reflexionar sobre un objeto cualquiera, la pintura también puede reflexionar sobre sí misma, sobre sus modos de generarse a sí misma. Tal es el caso del cuadro de Othón Téllez titulado Continuo, un cuadro de mediano formato (120 x 160 cm) que reflexiona y propone una solución específica al problema de la continuidad material en la pintura.
La idea de “continuidad” en pintura presupone el movimiento del trazo y, por ende, la calidad de la pincelada, que en algunos casos se descompone y abre una puerta a la irrupción de ciertos accidentes, como el chorreado, el rayón, la rayadura y el empaste. Cada uno de estos accidentes no sólo subraya, como quería Mallarmé, la colaboración del azar en el tramado de la obra, sino que cada uno de ellos, en su especificidad, constituye la evocación de un momento en la historia de la pintura occidental. Así, por ejemplo, debajo de una mancha de amarillo pasado por agua puede verse, en el Continuo de Téllez, una retícula que rememora las líneas verticales y horizontales que usó Mondrian para representar su visión espiritual o enriquecida de la realidad. El chorreado, el brochazo gestual que admite el escurrimiento de la pintura como parte integrante del proceso expresivo, así como la idea misma de continuidad, proviene desde luego de las series de Jackson Pollock de finales de la década de 1940; pero el tratamiento del color no es el mismo. De igual manera, el control que ejerce Othón Téllez sobre el espacio compositivo de su cuadro es distinto. No es el suyo un continuo discursivo, como sucede en Pollock, sino un espacio abierto al contraste, entre lo frío y lo cálido, la saturación y el vacío.
La mención a la pintura no-objetiva de Mondrian hace posible traer a cuento el debate moderno entre la figuración y la abstracción, del que fueran protagonistas las soluciones de Kandinsky en cuadros en los que, más allá de discutir los inconvenientes y poner en evidencia el anacronismo de la pintura retiniana, expuso la superioridad del espíritu sobre la materia, planteando en ellos la posibilidad de expresar una suerte de armonía abtracta o de valores colorísticos puros que fueran el reflejo de la operación de percibir —abstraer, por medio de las membranas y tejidos de la mente, los valores esenciales de la realidad— antes que la reconstrucción de lo visto.
La pintura de Othón Téllez de la década de 1970 participaba —o quizá sea más preciso decir sedesprendía— de aquel debate entre la abstracción y la figuración, acentuando la aparente oposición entre los valores gráficos (signos que recordaban el carácter primordial de la escritura) y lo propiamente pictórico. Con el tiempo este diálogo polémico se fue desvaneciendo y la pintura de Othón Téllez se fue volviendo más libre, menos discursiva.
Continuo es una obra aparentemente caótica. No resulta fácil discernir su unidad, pese a su aparente facilismo. Esto se debe sobre todo a que la unidad de la obra reside en la movibilidad y la soltura de su trazo. Trazo que todo lo abarca, en el movimiento omnívoro de una semicircularidad relativa, que supone pero que nunca cae en la afirmación absoluta del círculo. Es innegable entonces que el trazo no puede entenderse del todo sin la estela de color que lo acompaña. Oleadas de color van conformando el tejido de una avidez por conocer los límites reales del espacio. Amarillo, anaranjado, rojo, verdes, negro, blanco, azules y magenta que dejar lugar a las incógnitas (el gris y su naturaleza contrastante) y capas superimpuestas, que revelan una conciencia inalienable del soporte: la materialidad de la pintura.
En el Continuo de Othón Téllez hay muchos más colores que los cuatro primordiales a que hace referencia el pasaje del Libro del consejo que cito en el epígrafe de mi texto. Aquellos cuatro colores, sin embargo, son los cuatro rumbos que condensan una imagen del universo entero, de acuerdo con la cosmogonía maya. Quizás en todo cuadro, en toda obra de arte pictórico o plástico, se manifiesta esta misma aspiración a representar un fragmento de universo: cómo operan sus fuerzas, cómo se superponen y contrastan, se multiplican y acaecen, conformando un entorno que no obedece al rigor que en un momento dado puedan imprimirle las palabras, en su afán vanamente interpretativo. Eso es lo que veo en esta obra de Othón Téllez, que se ciñe a su proyecto de ensayarse en el ámbito prefigurado en la palabra “continuo”, pero que también “habla” de oquedades generatrices, superimposiciones, rayaduras y escurrimientos seminales.
Ciudad de México, 4 de enero de 2023