Reconstrucción (más o menos arqueológica) del espacio

Por: Francisco Segovia

PDF

1. La pintura de Othón Téllez se hace escultórica…
Sé que esta frase no le gustará mucho al mismo Othón Téllez, y que suena a la vez rimbombante y banal. Pero eso es justamente lo que me importa de ella: lo que lleva de alusión a la pintura abstracta —aunque sólo sea a contracorriente— y por rebote también a lo tangible. Es decir, lo que tiene de antigualla teórica, empecinada en discutir otra vez lo mismo de siempre. Pero no tengo más remedio que empezar con ella, pues creo sinceramente que los nuevos cuadros de Othón Téllez se dan abiertamente y sin pudor a la vieja noción de «forma sensible», que es una manera de nombrar algo que, siendo fundamental para la percepción sensorial, no es en cambio tangible, y aun no es realmente visible. Porque ¿se pueden tocar o ver realmente el triángulo, el círculo y la elipse? En el prólogo a El libro de los seres imaginarios dice Borges: «El nombre de este libro justificaría la inclusión del príncipe Hamlet, del punto, de la línea, de la superficie, del hipercubo, de todas las palabras genéricas y, tal vez, de cada uno de nosotros y de la divinidad».
Sospecho que la belleza extremada de esta reflexión no se aviene bien con las teorías modernas de la percepción. La fenomenología y la psicología de la gestalt nos han mostrado, por ejemplo, que los pulpos no sólo reconocen la forma del triángulo sino que la infieren de tres líneas abstractamente rectas que se apuntan entre sí pero no alcanzan a formar ni siquiera un vértice, ya no digamos tres. Aun así, esta suerte de validación del aristotelismo no nos impide pensar que cada una de las formas geométricas es condensación y resumen de una serie infinita de experiencias del mundo: un lugar común y un lugar de comunión —del que por un vez, milagrosamente, no queda excluido nadie ni nada que mire o en algún sentido perciba como nosotros, ni siquiera el pulpo.
En un sentido muy general, la pintura más reciente de Othón Téllez mira esas formas puras con vocación de impureza táctil y con la comprensible intención de hacerse de una versión concreta de ellas (algo que se pueda gozar o padecer pero, en cualquier caso, experimentar). Por eso quiere cosificarlas, tomarlas como cosas, no como objetos (como algo que se ofrece, no que se propone). Por eso digo que se dirige inevitablemente hacia el volumen, el tacto, la escultura. No mira desde luego ese volumen al modo del dibujante —al que le basta figurarlo como un contraste entre el blanco y el negro—: lo mira al modo del pintor, como una propiedad del color. Como si fuera de suyo, en verdad, que la única abstracción verdadera es la del dibujo, y particularmente la del dibujo a línea, que puede presumir de «fingir»el volumen sin siquiera echar mano del claroscuro (algo más que mero blanco y negro: todo lo que hay de sombra entre blanco y negro)…
Las luz así se muestra paradójica: les saca los colores a las cosas, pero les pinta de negro la sombra que arrojan. Especialmente si la proyectan lejos de sí, más allá de la temperatura de su carne y hacia la frialdad del mundo, que es donde suelen caer las sombras esculpidas… Pero ¿no hay también acaso una especie de claroscuro del color? Sí, sin duda, sólo que en un cuadro no depende de la luz natural sino de esa luz virtual (o increada; pero en ningún caso artificial) que ilumina y en partes oscurece eso que por ella misma —aun más que por los límites mismos del lienzo— reconocemos como el ámbito de un cuadro. Es algo que los pintores han sabido siempre, pero sobre lo cual han insistido en especial los de este siglo, que han pintado sombras rojas, azules, verdes, muchas veces eludiendo incluso el guiño del desvanecimiento (por evitarse el agravio de ser llamados «dibujantes»). No han pretendido con ello, desde luego, «desarrollar» o «mejorar» la técnica del claroscuro sino remplazarla. ¿Para qué el claroscuro, aunque sea a colores, si los colores por sí mismos bastan para dar volumen?
Digamos que, en el caso de Othón Téllez, esto se muestra de una forma peculiar: lo que nos pone ahora frente a los ojos, pero casi casi entre las manos, es una especie de geometría lírica, impresionista o, mejor dicho, expresionista. El pintor acepta el conocimiento tradicional según el cual la noción de forma reclama necesariamente una materia —y es en este sentido plenamente natural y objetiva (quiero decir, no abstracta)— y llama a cuentas a esa forma aquí y ahora, pero también dentro —que es, por así decir, el topos típico del arte moderno: el lugar de la experiencia…
Es notable, por ejemplo, que en los cuadros más recientes de Othón Téllez aparezca abiertamente algo que antes sólo «brillaba por su ausencia»: me refiero a la disposición de formas y colores en distintos planos (¿no se le oyen ya los pasos al volumen?). Sin embargo, no diré por ahora que esos planos montan tanto como una profundidad ni una perspectiva: son quizá meros indicios de ellas, tepalcates recogidos aquí y allá de entre las ruinas, pacientemente limpiados por el pincel del… arqueólogo. ¿Qué hacer con ellos?
Othón Téllez no los pulveriza más, como harían alegremente las corrientes machaconas del arte moderno. Pero tampoco los pega siguiendo el dictado inconmovible de una teoría más o menos autorizada. Su labor consiste, sí, en indagar sobre el rompecabezas del que alguna vez formaron parte esos fragmentos, pero no se conforma nunca con ofrecernos una versión más o menos verosímil de lo que, juntos, figuraban. Porque ni está ni puede estar seguro de que alguna vez lo hicieran verosímilmente (o sea, siguiendo el manual más autorizado de hoy en día). Basta ver sus cuadros para comprender que Othón Téllez no se figura realmente nada verosímil a partir de esa retacería. Ni siquiera se imagina (se hace una imagen de) esa verosimilitud. Su rompecabezas es por eso, como he dicho, «lírico», como sería «lírico» también, digamos, todo lo que nos dijera de sus lecturas de Aristóteles y la noción de «formas sensibles».
Ello no significa, en absoluto, que el pegamento que tiene siempre a mano —por si hace falta— sea inservible o inútil. Si lo usa poco o nada es porque, llegado a los tepalcates, de pronto le interesa menos averiguar cómo todos ellos se acomodan en un mismo objeto que saber cómo se rompen en general las cosas. Quiero decir con esto que para él los fragmentos aluden a algo mucho más arcaico que el rompecabezas: a una propiedad fundamental del espacio mismo.
Esto se ve especialmente en dos rasgos que, hasta donde sé, son nuevos en la pintura de Téllez: por un lado, la insinuación de un marco sólido que aparece pintado en el cuadro mismo (como quien sigue y repasara su límite espacial —por ejemplo en las esquinas, y particularmente en la superior derecha); por el otro, la aparición de grandes zonas negras en los lienzos. En ambos casos el pintor subraya no sólo un espacio limitado sino, sobre todo, un espacio estructurado. Pero siempre ya estructurado y siempre precedente; es decir, «ordenado» siempre al menos un instante antes de que podamos echarle el ojo o el guante encima (como quien sigue y repasa el otro límite del cuadro: el temporal). Eso tiene que ver, sin duda, con la aparición de los planos en los cuadros de Téllez, porque para él esa estructura parece ser siempre algo que subyace (algo que está en otro plano) y que sólo se descubre —no ya como estructura en sí sino— como «arqueología del espacio».
Téllez desentierra…
Las figuras que el dibujo, aun su propio dibujo, distinguía y hasta recortaba con aguda precisión, pero mantenía ocultas a la luz de la intemperie pictórica (al color), aparecen ahora en su súbita radiancia… Y sin embargo no nos ciegan. Su mediodía no está completamente despojado de sombras, acaso porque es humana la luz a la que nacen, y las enturbia y las deforma… Formas sensibles, sí; quizá no formas puras. En todo caso formas no sólo para el intelecto o para los ojos solos…
Pero ¿cómo decir que es radiante también lo que se da al tacto?…
Tal vez para indicar esta salvedad del tacto (esta salvación del tacto), las líneas de los cuadros de Téllez siguen siendo trazos más o menos gruesos, arrojados a la intemperie de la luz con la negrura de una sombra. Pero es finalmente el color (la masa del color, más bien, su bulto) quien se encarga de crear el contraste y distinguir entre la piedra inocente y la petrificación de los vestigios. Es el color el que en estos cuadros sopla el polvo en la superficie y va exponiendo cosas…
Téllez expone formas a la intemperie —formas expuestas, expósitas—;
las saca a la luz del día y de los hombres, pero no las da a luz: las devuelve, no las echa al mundo por primera vez…

2. El valor que hasta aquí ha tenido la noción de «forma sensible» no es realmente pues el de la filosofía aristotélica (por eso hablé de «lirismo» en la intención pictórica de Téllez) sino el de la pre-figuración. En sus cuadros, las formas —triángulos y círculos sobre todo— se proponen a la manera de los mitos: son la Eva y el Adán de este valle de lágrimas que es el arte moderno. Son el origen —que acaso bañaba una luz más radiante que la nuestra— de esto mismo que hoy, de todos modos, todos encarnamos.
Por eso digo que Téllez se acerca a la escultura. La vehemencia de sus colores actuales es tal vez excesiva, muralística, como la de Miguel Ángel, pero señala una dirección a contracorriente del abstraccionismo que parece predicar a simple vista (a simple vista; es decir, por principio de cuentas, sin tacto). Si acepta la noción convencional de las formas sensibles es quizá simplemente por ahorrarse el trabajo de tener que inventarlo otra vez todo —como haría, en efecto, cualquier pintor moderno que se precie— y de exponer sus cuadros como verdaderos objetos del mundo, no como figuración de cosas viles y corrientes; como creación o invención, no como obra y hechura. No —parecen repetir las bolitas de Téllez; no sus círculos—; no —tintinean a coro los triángulos de su orquesta, no sus triángulos—: las formas subyacen en las cosas y pertenecen a ese otro plano en el que siguen siendo, a pesar de todo, cosas increadas (o imaginarias, como decía Borges).
Pero Téllez no nos llama a engaño: traer las formas a la luz no es realmente crearlas (¿se puede de veras crear una cosa que sea el círculo, el cuadrado, el rombo?) sino tal vez sólo des-cubrirlas, desenterrarlas, acaso simplemente sospecharlas. Dicho de un modo más radical: traer a cuentas ahora, aquí, lo increado, pero sin la ilusión de que, trayéndolo, lo creamos. Y menos aún, lo inventamos…
Toda una metafísica. O, sin exageraciones, una poética.