La pintura de Othón Téllez
Por José María Espinasa
La reacción ante un cuadro cualquiera define la manera de mirar de ese espectador, más allá de la obra precisa que captura -por las razones que sean- su atención. Así mira él, así ha mirado, así mirará. La pregunta pertinente no es si se sabe conjugar el verbo mirar sino ¿cuándo se mira por vez primera, cuándo abre uno los ojos al milagro que llamamos pintura? Casi nunca ocurre ante una obra sino ante un hecho, un paisaje, unas nubes, un cuerpo desnudo, un rostro en una ventana, pero después allí están Velázquez o Rembrandt, Picasso o Tamayo para recordamos que es mirar.
También es cierto que la buena pintura cambia nuestra manera de situamos ante el cuadro: la manera de mirar también depende de lo que se mira, el objeto condiciona y multiplica el presente desde el cual también existen otros pasados y futuros. Una buena pintura provoca una reacción de permanente diferenciación en el mismo acto de mirar. Como en un cuento de Poe alguien nos observa desde el cuadro: nos mira una mirada.
Por ejemplo, siempre me ha parecido una reacción natural e ilustrativa la del lego que se asombra ante la habilidad de un pintor para reproducir la realidad, crear elementos de extrema minucia técnica, esas exclamaciones tipo ¡cuanto se parece! o ¡es tal como la realidad! Esa habilidad aún no es oficio, pues este tiene ya un elemento que escapa a la insistencia mecánica. Y -cosa, curiosa- ocurre con frecuencia el admirarnos ante la destreza en la mala pintura. En cambio, con la buena, la admiración se traduce no en una celebración de la habilidad -por ejemplo, cómo baraja las cartas un tahúr- sino en una voluntad de reconstruir un momento privilegiado, el instante en que la obra es «ejecutada» (en un sentido musical más que policial), nos asombra lo irrepetible plasmado sobre la tela o el papel. Un momento de libertad absoluta, de expresividad pura, del que nos queda la pintura corno testimonio, pero que cuenta como tal, sin referente anterior o posterior, sin otra realidad que su existencia.
La pintura de Othón Téllez siempre me lleva al asombro: una libertad que empieza por ser un desafío físico para el ojo, una fiesta de¡ color y sus texturas. No pretendo que esto sea original (lo es, pero de otra manera), pues históricamente los gestos liberadores de un Klee o un Kandinsky, de un Miró, un Malevitch, un Picabia… (la lista es abundante) han permitido que la pintura sea esa acción física cuya memoria es el cuadro. Una cámara de cine oculta que filmara el trabajo del pintor nunca podría captar el momento en que esa pintura «ocurre».
Los muralistas mexicanos o el action painting norteamericano convirtieron al pintor en un atleta y al acto de pintar en un alarde de evidencia física, por eso fueron tan importantes sus «personalidades» (el paradigma es Rivera). Otros pintores -Othón entre ellos- hicieron que ese gesto se concentrara ya no en el alarde sino en la intensidad. Una manera evidente -y literal- de comprender ese asombro y de proponer el aprendizaje de la mirada que impone cada cuadro se apoya en esa evidencia: arrojar un bote de pintura (de preferencia roja) sobre una pared o una tela, verla escurrir, encontrar sus cauces, dejar sus huellas, es más estremecedor que una clase de dibujo con modelo.
Pero no se trata de establecer falsas polaridades con la academia -Othón lleva ya veinte años pintando y ha sido maestro en La Esmeralda más de una década- sino de establecer el efecto de shock que producen cuadros como los de esta exposición. El símil es evidente: se trata de tirarse al agua, el cuerpo siente en toda su extensión el líquido que antes era sólo una presencia visual, tocar y ver se vuelven un mismo sentido. Por eso es frecuente que, más allá de ciertos detalles melancólicos, estos cuadros mantengan un impulso de alegría inevitable, de celebración del gesto pictórico.
No es, a estas alturas, nada complicado establecer el nexo entre un pintor como Othón y aquel hombre cualquiera como el cuadro con que empezamos estas notas, que garabatea figuras sobre una hoja mientras conversa por teléfono, escucha una conferencia o espera en un café. La mano -con su extensión en el lápiz, la pluma o el papel- está siempre alerta, un permanente «en sus marcas», para no dejar ir aquello que se intuye está a punto de ocurrir y nos ha dado cita en la página, como si de ella nos llegar el sentido del garabato -por definición vacío de contenido-, en lo visual se prefigura ya una escritura.
Los ejemplos pueden ser abundantes: el bañista dibuja con el pie sobre la arena, el vago raspa con una llave la carrocería de un coche, se remueve con la cuchara el fondo de una taza de café, se pasa el dedo por una gota de agua, se sigue con el tacto el rubor de la piel, se dibuja en un cristal empañado… hechos cotidianos, sí, pero conectados íntimamente con el que dibujó las cuevas de Altamira o intuyó la primera letra. Pintura como la de Othón Téllez nos recuerda que existe un nexo, afortunadamente siempre presente, entre el gesto cotidiano y el mitológico.
Es justamente ese tránsito de la libertad absoluta a la disciplina que exige un acto ritual, nada azaroso, y que implica su transformación en escritura, lo que permite a Othón convocar en el crisol de su gesto libre la constante, la estructura, el sentido psíquico de un hecho físico. Y aquí entramos a un terreno complicado: la diferencia entre mirar un cuadro y leer varios (bastaría uno más para crear la diferencia pero esto se multiplica con las series, y en exposiciones corno esta, que deben ser vistas en secuencia).
Vamos por pasos: allí está la tela estallando en su brillante colorido, abstracta pero jamás informe, revelando como el garabato una estructura, un esqueleto, un alfabeto. Incluso a ese color que se extiende al azar le hasta un trazo para crear un código. Le aparecen «formas» porque ese código está intuido, es un horizonte que -con conciencia o sin ella, no importa- aparece en el cuadro. Pero más que pedir ayuda a la psicología en su interpretación del carácter del que pinta podríamos pedir ayuda a una balbuciente lingüística de ingentes grafías -anteriormente muy presentes en su obra- para suponer en un gesto pictórico el nacimiento de la escritura.
No se trata de pensar en un alfabeto en donde lo visual regresa corno un adorno a la letra, sino de entender la grafía en su estado primigenio, balbuciente. Hay algo de salvajismo sofisticado en ese garabato colorido. Por eso, más que intentar un psicoanálisis de las formas o una mitología de la pincelada vale la pena aventurar frases provocadoras: en la pintura de Othón Téllez la geometría es a lo pictórico lo que la métrica es a lo poético.
Al crearse la constante de esos desgarbados triángulos y círculos informales se nota la intención de que esos cuadros además de verse se lean, es decir, se los mire. Si alguien piensa en la notación musical como un símil más pertinente que la escritura tiene razón. Pero por más extrema y sofisticado que sea la escritura ninguna explicación antropológica me hace desistir de ver en el garabato el origen de lo visual/escrito. Ese es el sentido profundo de la pintura y en los cuadros de Othón se muestra con evidencia plena.
Está la superficie del cuadro, uno la mira, se acerca, da el primer toque de color, la mirada se ha transformado en impulso físico, la pincelada o el brochazo se transforma en ojo, se aproxima a la tela como una lupa, le mira las costuras, se vuelve una cámara de rayos equis, la pintura es una radiografía, se dibuja el esqueleto de la experiencia y no tiene los huesos grises sino pigmentados, extrañamente coloridos, todos están rotos, pero parecen guardar un orden. La repetición de un trazo al interior de un cuadro, de un cuadro a otro, tipifica una forma, es inevitable que esto se presente como una obsesión, un tic nervioso, una huella dactilar. Al provocar un diálogo entre las pinturas también se abre una conversación al interior del cuadro, de lo pura- mente visual se pasa a la continuidad, del gesto único a la repetición (eso que en el nivel gestual llamaríamos manoteo) y de allí a la estructura, al código que los vuelva interpretabas en sentido musical. Estos cuadros podrían ser llamados partituras, pero la palabra precisa es algarabía.
Algarabía: la palabra convoca ecos pertinentes, alegría, fiesta, multiplicidad, libertad, a la vez que no se precipita en una tonta celebración de¡ ruido. En la música la pregunta esencial se sitúa en el momento en que el ruido se vuelve sonido, es decir: deja su condición áspera, incluso inaudible, para volverse contenido de una frase musical. Un ruido se escucha pero no se oye ¿Cuándo el color se vuelve pintura? ¿Cuándo el ruido y el color nos hablan desde la algarabía de la obra?
Othón Téllez celebra sus veinte años como pintor en esta exposición con la misma convicción que antes, y con la misma sinceridad nos da una bitácora del recorrido, un itinerario ya establecido por el pincel y el tiempo, pero a la vez esa convicción y esa sinceridad mantienen como promesa su cumplimiento. Y así es el. arte -no sólo la pintura-, una eterna promesa renovada y cumplida en su renovación. Sabe que llamarse pintor es una condición del serlo es incluso sin pintar-, pero sabe que es una condición de la mano, de ese escapar al cuadro, hacia la grafía, hacia el color.
Nos mira una mirada: hay que devolverle el guiño cómplice, contemplar esos cuadros con el afecto con que se mira el garabato sobre el papel y la reverencia deslumbrada de haber descubierto un jeroglífico egipcio. Una asombrosa y asombrada algarabía en la pintura.
José María Espinasa (ciudad de México, 1957). Es escritor, profesor, periodista y editor. Realizó estudios de cine y literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado los libros de poemas Son de cartón, Cuerpos, Piélago y El gesto disperso. También los libros de ensayo Hacia el otro, Cartografías, El tiempo escrito, El cine de Marguerite Duras y Roberto Gavaldón director de cine. Ha dirigido las revistas La orquesta, Casa del tiempo y Nitrato de plata. Fue secretario de redacción de La Jornada semanal de 1990 a 1995. Fundó y dirigió el suplemento Ovaciones en la cultura durante dos años (1999-2000) y actualmente es Coordinador de producción editorial en El Colegio de México y director de Ediciones Sin Nombre. Formó parte del Sistema Nacional de Creadores del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de 1994 a 2001. Su libro más reciente es Temor de Borges (2003). Ahora prepara un estudio sobre los Contemporáneos. |